Parte fundamental del planteamiento sociológico de Bourdieu radica en la manera en la que explicita las relaciones de poder en las sociedades modernas. Estas relaciones se traducen en luchas entre las fracciones dominantes y las dominadas. La cultura es en este planteamiento uno de los ejes de dominación. El análisis de conflictos y violencia simbólicas es parte de la explicación de los mecanismos por los cuales aquellos que se consideran los “dominados” son partícipes en la aceptación de su dominación. Para esta teoría, la sociedad no podría funcionar sin un mecanismo de legitimación del orden social y de inculcación de valores comunes. En este sentido, existe una “ilusión” acerca de la transparencia de lo social de parte del individuo.
Mucho se ha discutido de las distintas nociones de cultura: desde la visión antropológica (la cual contrapone lo “cultural” a aquello que es “natural”); la perspectiva de sentido común (designando lo que se considera “culto”) y por último el sentido sociológico (conjunto de valores, normas y prácticas adquiridas y compartidas). Este último incluye a las dos primeras perspectivas. Bourdieu hace un uso indistinto de estos distintos sentidos al considerar la cultura tanto como el acceso a un patrimonio artístico y cultural, como a una jerarquía de valores y prácticas. No obstante, en su análisis la cultura es un “capital” y las luchas se llevan a cabo en un “campo cultural” con reglas relativamente autónomas.
El “campo cultural”, tal como en los otros campos de su teoría, es un espacio social estructurado en el que actores con posiciones y recursos desiguales se confrontan con vistas a mejorar sus posiciones. Este funciona como un mercado con productores, encargados de producir códigos simbólicos organizados en sistemas culturales diferenciados, y consumidores. La producción cultural es una práctica especializada de agentes autónomos poseedores de un capital cultural elevado y que tienden a especializarse. La cultura refleja así un conjunto de esquemas arbitrarios de percepción del mundo. Es en la imposición de la definición legítima del mundo social (arbitraria) que se encuentra el mecanismo principal de reproducción del orden social. La cultura legítima, o dominante, adquiere esta característica a través de un prolongado trabajo de legitimación que hace que ésta se acepte como “natural”. La definición de lo “legítimo” está al centro del mantenimiento o cambio de las relaciones de fuerza entre clases sociales, entendidas como agentes situados en condiciones de existencia homogéneas. De ahí que la realidad social no sólo sea una relación de fuerza, sino también de sentido. A través del poder simbólico se imponen significaciones (categorías de la percepción) que disimulan las relaciones de fuerza que están a la base de su mantenimiento.
Las representaciones dominantes logran imponerse a través de un proceso de aleccionamiento en el que se racionalizan las exigencias particulares y cuando se logra categorizar a los agentes dominados con el uso de ciertas “etiquetas” sociales. Las instituciones se encargan de dar existencia oficial a las relaciones sociales al imponer las definiciones legítimas de los agentes dominadores, sin que sean éstos los que en apariencia lleven la batuta, y desvalorizando las antagónicas. La escuela, las organizaciones religiosas y políticas, así como los medios son, entre otras, algunas de las instancias donde tiene lugar este mecanismo de reproducción social. Éstas imponen un deber ser a los agentes consagrados en los términos de su representación de la realidad. Tal imposición sólo puede tener lugar en los agentes cuyas estructuras internas estén dispuestas. La legitimidad así otorgada se inscribe en las prácticas culturales de las diferentes clases.
La estructuración de las prácticas en el espacio social es posible por la existencia de una cultura legítima. El capital simbólico es aquel que posee un agente gracias a que otros le reconocen una propiedad valorizante. Bajo esta perspectiva, el funcionamiento del espacio social está regido por la voluntad de distinción de ciertos individuos que les otorga una identidad social propia, y puede manifestarse en distintas modalidades de pertenencia o etiquetas que son valorizadas en este mismo espacio social. Los agentes dominantes buscarán acumular capital simbólico a través de los méritos, de manera que los dominados le confieran propiedades específicas y de valor que legitimen su posición.
miércoles, 6 de abril de 2011
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