miércoles, 24 de septiembre de 2008

Descripción densa: hacia una teoría interpretativa de la cultura

Capítulo 1 de La interpretación de las culturas
Descripción densa: hacia una
teoría interpretativa de la cultura
i
En su libro Philosophy in a New Key, Susanne Langer observa que ciertas ideas
estallan en el paisaje intelectual con una tremenda fuerza. Resuelven tantos problemas
fundamentales en un momento que también parecen prometer que van a resolver
todos los problemas fundamentales, clarificar todas las cuestiones oscuras. Todos
se abalanzan a esa idea como si fuera un fórmula mágica de alguna nueva ciencia
positiva, como si fuera el centro conceptual alrededor del cual es posible construir
un nuevo sistema general de análisis. El súbito auge de semejante grande idee, que
eclipsa momentáneamente casi todo lo demás, se debe, dice la autora, "al hecho de
que todos los espíritus sensibles y activos se dedican inmediatamente a explotarla.
La probamos en toda circunstancia, para toda finalidad, experimentamos las posibles
extensiones de su significación estricta, sus generalizaciones y derivaciones".
Pero una vez que nos hemos familiarizado con la nueva idea, una vez que ésta
forma parte de nuestra provisión general de conceptos teóricos, nuestras expectativas
se hacen más equilibradas en lo tocante a los usos reales de dicha idea, de suerte que
así termina su excesiva popularidad. Sólo unos pocos fanáticos persisten en su intento
de aplicarla umversalmente; pero pensadores menos impetuosos al cabo de un
tiempo se ponen a considerar los problemas que la idea ha generado. Tratan de aplicarla
y hacerla extensiva a aquellos campos donde resulta aplicable y donde es posible
hacerla extensible y desisten de hacerlo en aquellos en que la idea no es aplicable
ni puede extenderse. Si era valedera se convierte entonces verdaderamente en una idea
seminal, en una parte permanente y perdurable de nuestro arsenal intelectual. Pero
ya no tiene aquel promisorio, grandioso alcance de su aparente aplicación universal
que antes tenía. La segunda ley de termodinámica o el principio de la selección natural
o el concepto de motivación inconsciente o la organización de los medios de producción
no lo explica todo y ni siquiera todo lo humano, pero, sin embargo, explica
algo; de manera que nuestra atención se dirige a aislar sólo lo que es ese algo, a desembarazamos
de una buena porción de seudociencia a la que, en el primer entusiasmo
de su celebridad, la idea también dio nacimiento.
Que sea en realidad éste o no el modo en que se desarrollan los conceptos científicos
fundamentalmente importantes, no lo sé. Pero ciertamente este esquema encaja
en el concepto de cultura alrededor del cual nació toda la disciplina de la antropología,
la cual se preocupó cada vez más por limitar, especificar, circunscribir y contener
el dominio de aquélla. Los ensayos que siguen, en sus diferentes maneras y en
sus varias direcciones están todos dedicados a reducir el concepto de cultura a sus verdaderas
dimensiones, con lo cual tienden a asegurar su constante importancia antes
que a socavarla. Todos ellos, a veces explícitamente pero con más frecuencia en virtud
del análisis particular que desarrollan, preconizan un concepto de cultura más estrecho,
especializado y, según imagino, teóricamente más vigoroso que el de E. B.
Tylor, al que pretende reemplazar, pues el "todo sumamente complejo" de Tylor, cuya
fecundidad nadie niega, me parece haber llegado al punto en el que oscurece más
las cosas de lo que las revela.
El pantano conceptual a que puede conducir el estilo pot-au-feu tyloriano de teorizar
sobre la cultura resulta palpable en lo que todavía es una de las mejores introducciones
generales a la antropología, Mirrorfor Man de Clyde Kluckhohn. En unas
veintisiete páginas de su capítulo sobre el concepto de cultura, Kluckhohn se las ingenia
para definir la cultura como: 1) "el modo total de vida de un pueblo"; 2) "el legado
social que el individuo adquiere de su grupo"; 3) "una manera de pensar, sentir
y creer"; 4) "una abstracción de la conducta"; 5) "una teoría del antropólogo sobre la
manera en que se conduce realmente un grupo de personas"; 6) "un depósito de saber
almacenado"; 7) "una serie de orientaciones estandarizadas frente a problemas reiterados";
8) "conducta aprendida"; 9) "un mecanismo de regulación normativo de la conducta";
10) "una serie de técnicas para adaptarse, tanto al ambiente exterior como a
los otros hombres"; 11) "un precipitado de historia"; y tal vez en su desesperación el
autor recurre a otros símiles, tales como un mapa, un tamiz, una matriz. Frente a este
género de dispersión teórica cualquier concepto de cultura aun cuando sea más restringido
y no enteramente estándar, que por lo menos sea internamente coherente y
que, lo cual es más importante, ofrezca un argumento susceptible de ser definido (como,
para ser honestos, el propio Kluckhohn lo comprendió sagazmente) representa
una mejora. El eclecticismo es contraproducente no porque haya únicamente una dirección
en la que resulta útil moverse, sino porque justamente hay muchas y es necesario
elegir entre ellas.
El concepto de cultura que propugno y cuya utilidad procuran demostrar los ensayos
que siguen es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber
que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha
tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de
ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa
en busca de significaciones. Lo que busco es la explicación, interpretando
expresiones sociales que son enigmáticas en su superficie. Pero semejante pronunciamiento,
que contiene toda una doctrina en una cláusula, exige en sí mismo alguna
explicación.
II
El operacionalismo como dogma metodológico nunca tuvo mucho sentido por
lo menos en lo que se refiere a las ciencias sociales y, salvo unos pocos rincones demasiado
transitados —el conductismo skinneriano, los tests de inteligencia, etc.—
está en gran medida muerto en la actualidad. Pero así y todo, hizo un aporte importante
que conserva cierta fuerza, independientemente de lo que uno pueda pensar al
tratar de definir el carisma o la alienación en términos operacionales: si uno desea
comprender lo que es una ciencia, en primer lugar debería prestar atención, no a sus
teorías o a sus descubrimientos y ciertamente no a lo que los abogados de esa ciencia
dicen sobre ella; uno debe atender a lo que hacen los que la practican.
En antropología o, en todo caso, en antropología social lo que hacen los que
la practican es etnografía. Y comprendiendo lo que es la etnografía o más exactamente
lo que es hacer etnografía se puede comenzar a captar a qué equivale el análisis antropológico
como forma de conocimiento. Corresponde advertir enseguida que ésta
no es una cuestión de métodos. Desde cierto punto de vista, el del libro de texto, hacer
etnografía es establecer relaciones, seleccionar a los informantes, transcribir textos,
establecer genealogías, trazar mapas del área, llevar un diario, etc. Pero no son
estas actividades, estas técnicas y procedimientos lo que definen la empresa. Lo que
la define es cierto tipo de esfuerzo intelectual: una especulación elaborada en términos
de, para emplear el concepto de Gilbert Ryle, "descripción densa".
Ryle habla de "descripción densa" en dos recientes ensayos suyos (reimpresos
ahora en el segundo volumen de sus Collected papers) dedicados a la cuestión de, como
él dice, qué está haciendo Le Penseur. "pensando y reflexionando" y "pensando
pensamientos". Consideremos, dice el autor, el caso de dos muchachos que contraen
rápidamente el párpado del ojo derecho. En uno de ellos el movimiento es un tic involuntario;
en el otro, una guiñada de conspiración dirigida a un amigo. Los dos movimientos,
como movimientos, son idénticos; vistos desde una cámara fotográfica,
observados "fenoménicamente" no se podría decir cuál es el tic y cuál es la señal ni
si ambos son una cosa o la otra. Sin embargo, a pesar de que la diferencia no puede
ser fotografiada, la diferencia entre un tic y un guiño es enorme, como sabe quien haya
tenido la desgracia de haber tomado el primero por el segundo. El que guiña el
ojo está comunicando algo y comunicándolo de una manera bien precisa y especial:
1) deliberadamente, 2) a alguien en particular, 3) para transmitir un mensaje particular,
4) de conformidad con un código socialmente establecido y 5) sin conocimiento
del resto de los circunstantes. Como lo hace notar Ryle, el guiñador hizo dos cosas
(contraer su ojo y hacer una señal) mientras que el que exhibió el tic hizo sólo una,
contrajo el párpado. Contraer el ojo con una finalidad cuando existe un código público
según el cual hacer esto equivale a una señal de conspiración es hacer una guiñada.
Consiste, ni más ni menos, en esto: una pizca de conducta, una pizca de cultura
y —voilá!— un gesto.
Pero todo esto no es más que el comienzo. Supongamos, continúa diciendo el
autor, que haya un tercer muchacho quien "para divertir maliciosamente a sus camaradas"
remeda la guiñada del primer muchacho y lo hace torpemente, desmañadamente,
como aficionado. Por supuesto, lo hace de la misma manera en que el segundo muchacho
guiñaba el ojo y el primero mostraba su tic, es decir, contrayendo rápidamente
el párpado del ojo derecho; sólo que este último muchacho no está guiñando el
ojo ni mostrando un tic, sino que está parodiando a otro cuando risueñamente intenta
hacer la guiñada. También aquí existe un código socialmente establecido (el muchacho
hará "el guiño" trabajosamente, exageradamente, quizá agregando una mueca...
los habituales artificios del payaso); y también aquí hay un mensaje. Pero ahora
lo que flota en el aire es, no una conspiración, sino el ridículo. Si los demás piensan
que él realmente está haciendo una guiñada, todo su proyecto fracasa por entero,
aunque con diferentes resultados si los compañeros piensan que está exhibiendo un
tic. Y podemos ir aún más lejos: inseguro de sus habilidades mímicas, el supuesto
satírico puede practicar en su casa ante el espejo; en ese caso no estará mostrando un
tic, ni haciendo un guiño, ni remedando; estará ensayando; pero visto por una cámara
fotográfica, observado por un conductista radical o por un creyente en sentencias
protocolares, el muchacho estará solamente contrayendo con rapidez el párpado del
ojo derecho, lo mismo que en los otros casos. Las complejidades son posibles y
prácticamente no tienen fin, por lo menos lógicamente. Por ejemplo, el guiñador
original podría haber estado fingiendo una guiñada, digamos, para engañar a los demás
y hacerles creer que estaba en marcha una conspiración cuando en realidad no había
tal cosa; en ese caso, nuestras descripciones de lo que el remedador está remedan-
do y de lo que el que ensaya ante el espejo está ensayando cambian desde luego en
consecuencia. Pero la cuestión es que la diferencia entre lo que Ryle llama la "descripción
superficial" de lo que está naciendo el que ensaya ante el espejo (remedador,
guiñador, dueño de un tic...), es decir, "contrayendo rápidamente el ojo derecho" y la
"descripción densa" de lo que está haciendo ("practicando una burla a un amigo al simular
una señal con el fin de engañar a un inocente y hacerle creer que está en marcha
una conspiración") define el objeto de la etnografía: una jerarquía estratificada de
estructuras significativas atendiendo a las cuales se producen, se perciben y se interpretan
los tics, los guiños, los guiños fingidos, las parodias, los ensayos de parodias
y sin las cuales no existirían (ni siquiera los tics de grado cero que, como categoría
cultural, son tan no guiños como los guiños son no tics), independientemente
de lo que alguien hiciera o no con sus párpados.
Como tantas de las pequeñas historias que los filósofos de Oxford se complacen
en urdir, todo este asunto de la guiñada, la falsa guiñada, la imitación burlesca
de la guiñada, el ensayo burlesco de la falsa guiñada, puede parecer un poco artificial.
Con la intención de agregar una nota más empírica me permito (sin hacer antes
ningún comentario explicativo) transcribir un extracto, bastante típico, de mi propia
libreta de campo para demostrar que, por redondeado que esté a los efectos didácticos,
el ejemplo de Ryle presenta una imagen bien exacta de la clase de estructuras superpuestas,
en cuanto a inferencias e implicaciones, a través de las cuales un etnógrafo
trata continuamente de abrirse paso.
Los franceses (según dijo el informante) sólo acababan de llegar. Instalaron
unos veinte pequeños fuertes entre este punto, la ciudad, y la región de Marmusha
en medio de las montañas, y los instalaron en medio de los promontorios
a fin de poder vigilar el interior del país. Así y todo no podían garantizar
protección y seguridad sobre todo por las noches, de manera que aunque se suponía
que estaba legalmente abolido el sistema del mezrag (pacto comercial),
en realidad continuaba practicándose lo mismo que antes.
Una noche, cuando Cohén (que habla fluidamente el beréber) se encontraba
allá arriba, en Marmusha, otros dos judíos comerciantes de una tribu vecina
acudieron al lugar para comprarle algunos artículos. Unos beréberes pertenecientes
a otra tribu vecina trataron de irrumpir en la casa de Cohén, pero éste
disparó su escopeta al aire. (Tradicionalmente no estaba permitido que los judíos
tuvieran armas, pero en aquel período las cosas estaban tan inquietas que
muchos judíos las tenían de todas maneras.) El estampido llamó la atención de
los franceses y los merodeadores huyeron.
Pero regresaron a la noche siguiente; uno de ellos disfrazado de mujer llamó a
la puerta y contó cierta historia. Cohén tema sospechas y no quería dejarla entrar,
pero los otros judíos dijeron: "Bah, si es sólo la mujer. Todo está bien".
De manera que le abrieron la puerta y todo el grupo se precipitó adentro. Dieron
muerte a los dos visitantes judíos, pero Cohén logró encerrarse en un cuarto
adyacente. Oyó que los ladrones proyectaban quemarlo vivo en el negocio
después de haber retirado las mercaderías; abrió entonces la puerta y se lanzó
afuera blandiendo un garrote y así consiguió escaparse por una ventana.
Llegó al fuerte para hacerse atender las heridas y se quejó al comandante local,
un tal capitán Dumari, a quien le manifestó que deseaba obtener su 'ar, es decir,
cuatro o cinco veces el valor de las mercaderías que le habían robado. Los
bandidos pertenecían a una tribu que todavía no se había sometido a la autori-
dad francesa y estaban en abierta rebelión, de modo que cuando Cohén pidió autorización
para ir con su arrendador del mezrag, el jeque de la tribu de Marmusha,
con el fin de recoger la indemnización que le correspondía por las reglas tradicionales,
el capitán Dumari no podía darle oficialmente permiso a causa de
la prohibición francesa del mezrag, pero le dio autorización verbal y le dijo:
"Si te matan, es asunto tuyo".
Entonces el jeque, el judío y un pequeño grupo de hombres armados de Marmusha
recorrieron diez o quince kilómetros montañas arriba por la zona rebelde,
en la cual desde luego no había franceses; deslizándose a hurtadillas se apoderaron
del pastor de la tribu ladrona y de sus rebaños. Los de la otra tribu
pronto llegaron montados a caballo y armados para perseguirlos y ya estaban
dispuestos a atacar. Pero cuando vieron quiénes eran los "ladrones de las
ovejas" cambiaron de idea y dijeron: "Muy bien, hablaremos". Realmente no
podían negar lo que había ocurrido —que algunos de sus hombres habían despojado
a Cohén y dado muerte a sus dos visitantes— y no estaban dispuestos
a desatar una contienda seria con los de Marmusha porque eso supondría una
lucha con los invasores. Los dos grupos se pusieron pues a hablar y hablaron
y hablaron en la llanura en medio de millares de ovejas; por fin decidieron reparar
los daños con quinientas ovejas. Los dos grupos armados de beréberes se
alinearon entonces montados a caballo en dos extremos opuestos de la llanura
teniendo entre ellos el ganado; entonces Cohén con su negra vestidura talar y
sus sueltas pantuflas se metió entre las ovejas y comenzó a elegir una por una
a su placer para resarcirse de los daños.
Así Cohén obtuvo sus ovejas y retornó a Marmusha. Los franceses del fuerte
lo oyeron llegar desde lejos (Cohén gritaba feliz recordando lo ocurrido: "Ba,
ba, ba") y se preguntaron "¿Qué diablos es eso?" Cohén dijo: "Este es mi 'ar".
Los franceses no creyeron lo que en realidad había ocurrido y lo acusaron de
ser un espía que trabajaba para los beréberes rebeldes. Lo encarcelaron y le quitaron
su ganado. Su familia que vivía en la ciudad, no teniendo noticias suyas
durante largo tiempo, creyó que había muerto. Pero los franceses terminaron
por ponerlo en libertad y Cohén regresó a su hogar, aunque sin sus ovejas.
Acudió entonces al coronel de la ciudad, el francés encargado de toda la región,
para quejarse de lo ocurrido. Pero el coronel le replicó: "Nada puedo hacer en
este asunto. No es cosa mía".
Citado textualmente y de manera aislada como "una nota metida en una botella",
este pasaje da (como lo haría cualquier pasaje semejante presentado análogamente)
una buena idea de cuantas cosas entran en la descripción etnográfica aun del tipo
más elemental, da una idea de cuan extraordinariamente "densa" es tal descripción.
En escritos antropológicos terminados, incluso en los reunidos en este libro, este hecho
(que lo que nosotros llamamos nuestros datos son realmente interpretaciones de
interpretaciones de otras personas sobre lo que ellas y sus compatriotas piensan y
sienten) queda oscurecido porque la mayor parte de lo que necesitamos para comprender
un suceso particular, un rito, una costumbre, una idea o cualquier otra cosa, se
insinúa como información de fondo antes que la cosa misma sea directamente examinada.
(Revelar, por ejemplo, que este pequeño drama se desarrolló en las tierras altas
del centro de Marruecos en 1912 y que fue contado allí en 1968, determina gran parte
de nuestra comprensión de ese drama.) Esto no entraña nada particularmente malo
y en todo caso es inevitable. Sólo que lleva a una idea de la investigación antropoló-
gica que la concibe más como una actividad de observación y menos como la actividad
de interpretación que en realidad es. Apoyándonos en la base fáctica, la roca
firme (si es que la hay) de toda la empresa, ya desde el comienzo nos hallamos explicando
y, lo que es peor, explicando explicaciones. Guiños sobre guiños sobre guiños.
El análisis consiste pues en desentrañar las estructuras de significación —lo
que Ryle llamó códigos establecidos, expresión un tanto equívoca, pues hace que la
empresa se parezca demasiado a la tarea del empleado que descifra, cuando más bien
se asemeja a la del crítico literario— y en determinar su campo social y su alcance.
Aquí, en nuestro texto, ese trabajo de discernir comenzaría distinguiendo las tres diferentes
estructuras de interpretación que intervienen en la situación, los judíos, los beréberes
y los franceses, y luego continuaría mostrando cómo (y por qué) en aquella época
y en aquel lugar la copresencia de los tres elementos produjo una situación en
la cual el sistemático malentendido redujo la forma tradicional a una farsa social. Lo
que perjudicó a Cohén y junto con él a todo el antiguo esquema de relaciones sociales
y económicas dentro del cual él se movía, fue una confusión de lenguas.
Luego volveré a ocuparme de esta afirmación demasiado compacta así como de
los detalles del texto mismo. Por ahora sólo quiero destacar que la etnografía es descripción
densa. Lo que en realidad encara el etnógrafo (salvo cuando está entregado a
la más automática de las rutinas que es la recolección de datos) es una multiplicidad
de estructuras conceptuales complejas, muchas de las cuales están superpuestas o enlazadas
entre sí, estructuras que son al mismo tiempo extrañas, irregulares, no explícitas,
y a las cuales el etnógrafo debe ingeniarse de alguna manera, para captarlas primero
y para explicarlas después. Y esto ocurre hasta en los niveles de trabajo más
vulgares y rutinarios de su actividad: entrevistar a informantes, observar ritos, elicitar
términos de parentesco, establecer límites de propiedad, hacer censo de casas... escribir
su diario. Hacer etnografía es como tratar de leer (en el sentido de "interpretar
un texto") un manuscrito extranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias,
de sospechosas enmiendas y de comentarios tendenciosos y además escrito, no en las
grafías convencionales de representación sonora, sino en ejemplos volátiles de conducta
modelada.
ra
La cultura, ese documento activo, es pues pública, lo mismo que un guiño
burlesco o una correría para apoderarse de ovejas. Aunque contiene ideas, la cultura
no existe en la cabeza de alguien; aunque no es física, no es una entidad oculta. El
interminable debate en el seno de la antropología sobre si la cultura es "subjetiva" u
"objetiva" junto con el intercambio recíproco de insultos intelectuales ("¡Idealista!",
"¡mentalista!", "¡conductista!", "¡impresionista!", "¡positivista!") que lo acompaña,
está por entero mal planteado. Una vez que la conducta humana es vista como acción
simbólica —acción que, lo mismo que la fonación en el habla, el color en la
pintura, las líneas en la escritura o el sonido en la música, significa algo— pierde
sentido la cuestión de saber si la cultura es conducta estructurada, o una estructura de
la mente, o hasta las dos cosas juntas mezcladas. En el caso de un guiño burlesco o
de una fingida correría para apoderarse de ovejas, aquello por lo que hay que preguntar
no es su condición ontológica. Eso es lo mismo que las rocas por un lado y los
sueños por el otro: son cosas de este mundo. Aquello por lo que hay que preguntar
es por su sentido y su valor: si es mofa o desafío, ironía o cólera, esnobismo u orgullo,
lo que se expresa a través de su aparición y por su intermedio.
Esto podrá parecer una verdad evidente, pero hay numerosas maneras de oscurecerla.
Una de ellas es imaginar que la cultura es una realidad "superorgánica", conclusa
en sí misma, con fuerzas y fines propios; esto es reificar la cultura. Otra manera
es pretender que la cultura consiste en el craso esquema de la conducta que observamos
en los individuos de alguna comunidad identificable; esto es reducirla. Pero aunque
estas dos confusiones todavía subsisten e indudablemente subsistirán siempre, la
fuente principal del embrollo teórico que presenta la antropología contemporánea es
una concepción que se desarrolló como reacción a esas dos posturas y que ahora está
ampliamente sostenida; me refiero a la concepción, para citar a Ward Goodenough,
quizá su principal expositor, según la cual "la cultura (está situada) en el entendimiento
y en el corazón de los hombres".
Designada de varias maneras, etnociencia, análisis componencial o antropología
cognitiva (una terminología fluctuante que refleja profunda incertidumbre), esta
escuela de pensamiento sostiene que la cultura está compuesta de estructuras psicológicas
mediante las cuales los individuos o grupos de individuos guían su conducta.
"La cultura de una sociedad", para citar de nuevo o Goodenough, esta vez un pasaje
que ha llegado a convertirse en el locus classicus de todo el movimiento, "consiste
en lo que uno debe conocer o creer a fin de obrar de una manera aceptable para sus
miembros". Y partiendo de este concepto de lo que es la cultura resulta una concepción,
igualmente afirmada, de lo que es describirla: la exposición de reglas sistemáticas,
una especie de algoritmia etnográfica que, de ser seguida, haría posible obrar, como,
o pasar (dejando de lado la apariencia física) por un nativo. De esta manera, un
subjetivismo extremado se vincula con un formalismo extremado, y el resultado no
ha de sorprender: un violento debate sobre si los análisis particulares (que se realizan
en la forma de taxonomías, paradigmas, tablas, árboles y otras ingenuidades) reflejan
lo que los nativos "realmente" piensan o si son meramente hábiles simulaciones,
lógicamente convincentes pero sustancialmente diferentes de lo que piensan los nativos.
Como a primera vista este enfoque parece lo bastante próximo al que estamos
desarrollando aquí para que se lo confunda con él, conviene decir explícitamente lo
que los divide. Si por un momento dejamos a un lado nuestros guiños y nuestras
ovejas y tomamos un cuarteto de Beethoven como un ejemplo de cultura muy especial,
pero sumamente ilustrativo en este caso, nadie lo identificará, creo, con su partitura,
con la destreza y conocimientos necesarios para tocarlo, con la comprensión
que tienen de él sus ejecutantes o el público, ni (poner atención, en passant, a los reduccionistas
y a los reificadores) con una determinada ejecución del cuarteto o con alguna
misteriosa entidad que trasciende la existencia material. "Ninguna de estas cosas"
tal vez sea una expresión demasiado fuerte, pues siempre hay espíritus incorregibles.
Pero que un cuarteto de Beethoven es una estructura tonal desarrollada en el
tiempo, una secuencia coherente de sonidos modulados —en una palabra, música—
y no el conocimiento de alguien o la creencia de alguien sobre algo, incluso sobre la
manera de ejecutarlo, es una proposición que probablemente se acepte después de
cierta reflexión.
Para tocar el violúi es necesario poseer cierta inclinación, cierta destreza, conocimientos
y talento, hallarse en disposición de tocar y (como reza la vieja broma) tener
un violín. Pero tocar el violín no es ni la inclinación, ni la destreza, ni el conocimiento,
ni el estado anímico, ni (idea que aparentemente abrazan los que creen en
"la cultura material") el violúi. Para hacer un pacto comercial en Marruecos uno debe
llevar a cabo ciertas cosas de determinadas maneras (entre ellas, mientras canta
uno en árabe curánico degollar un cordero ante los miembros varones adultos de la
tribu reunidos en el lugar) y poseer ciertas características psicológicas (entre otras, el
deseo de cosas distantes). Pero el pacto comercial no es ni el degüello, ni el deseo,
aunque es bien real, como hubieron de descubrirlo en una ocasión anterior siete parientes
del jeque de Marmusha a quienes éste hizo ejecutar como consecuencia del robo
de una mugrienta y sarnosa piel de oveja carente de todo valor que pertenecía a Cohén.
La cultura es pública porque la significación lo es. Uno no puede hacer una
guiñada (o fingir burlescamente una guiñada) sin conocer lo que ella significa o sin
saber cómo contraer físicamente el párpado y uno no puede llevar a cabo una correría
para adueñarse de ovejas (o fingir tal correría) sin saber lo que es apoderarse de una
oveja y la manera práctica de hacerlo. Pero sacar de estas verdades la conclusión de
que saber guiñar es guiñar y saber robar una oveja es una correría para robar ovejas
supone una confusión tan profunda como tomar descripciones débiles y superficiales
por descripciones densas, identificar la guiñada con las contracciones del párpado o la
correría para robar ovejas con la caza de animales lanudos fuera de los campos de pastoreo.
La falacia cognitivista —de que la cultura consiste (para citar a otro vocero
del movimiento, Stephen Tyler) en "fenómenos mentales que pueden [el autor quiere
decir "deberían"] ser analizados mediante métodos formales semejantes a los de la matemática
y la lógica"— es tan demoledora para un uso efectivo del concepto de cultura
como lo son las falacias del conductismo y del idealismo de las cuales el cognitivismo
es una corrección mal pergeñada. Y tal vez esta falacia sea aun peor puesto
que sus errores son más refinados y sus deformaciones más sutiles.
La crítica generalizada de las teorías personales de la significación constituye
ya (desde el primer Husserl y el último Wittgenstein) una parte tan importante del
pensamiento moderno que no necesitamos exponerla aquí una vez más. Lo que se
impone es darse cuenta de que el fenómeno alcanza a la antropología, y especialmente
advertir que decir que la cultura consiste en estructuras de significación socialmente
establecidas en virtud de las cuales la gente hace cosas tales como señales de conspiración
y se adhiere a éstas, o percibe insultos y contesta a ellos no es lo mismo
que decir que se trata de un fenómeno psicológico (una característica del espíritu, de
la personalidad, de la estructura cognitiva de alguien) o decir que la cultura es el tantrismo,
la genética, la forma progresiva del verbo, la clasificación de los vinos, el derecho
común o la noción de "una maldición condicional" (como Westermarck definió
el concepto de 'ar, en virtud del cual Cohén reclamaba reparación de los daños sufridos).
Lo que en un lugar como Marruecos nos impide a quienes nos hemos criado
haciendo señas captar la significación de las señas de otros no es tanto ignorancia de
cómo opera el proceso de conocimiento (aunque si uno supone que ese proceso opera
de la misma manera en que opera en nosotros tal suposición contribuirá mucho a
que conozcamos menos de tal proceso) como falta de familiaridad con el universo
imaginativo en el cual los actos de esas gentes son signos. Ya que hemos nombrado
a Wittgenstein, podemos también citarlo ahora:
"Decimos de algunas personas que son transparentes para nosotros. Sin embargo,
tocante a esta observación, es importante tener en cuenta que un ser humano
puede ser un enigma completo para otro. Nos damos cuenta de esto cuando
vamos a un país extranjero de tradiciones completamente extrañas para noso-
tros; y, lo que es más, aun teniendo dominio de la lengua del país. No comprendemos
a la gente. (Y no a causa de no saber lo que esas gentes se dicen
unas a otras.) No podemos sentirnos cómodos con ellas".
IV
Como experiencia personal la investigación etnográfica consiste en lanzarnos
a una desalentadora aventura cuyo éxito sólo se vislumbra a lo lejos; tratar de formular
las bases en que uno imagina, siempre con excesos, haber encontrado apoyo, es
aquello en que consiste el escrito antropológico como empeño científico. No tratamos
(o por lo menos yo no trato) de convertirnos en nativos (en todo caso una palabra
comprometida) o de imitar a los nativos. Sólo los románticos o los espías encontrarían
sentido en hacerlo. Lo que procuramos es (en el sentido amplio del término
en el cual éste designa mucho más que la charla) conversar con ellos, una cuestión
bastante más difícil, (y no sólo con extranjeros) de lo que generalmente se reconoce.
"Si hablar por algún otro parece un proceso misterioso", observaba Stanley
Cavell, "esto puede deberse a que hablar a alguien no parece lo suficientemente misterioso".
Considerada la cuestión de esta manera, la finalidad de la antropología consiste
en ampliar el universo del discurso humano. Desde luego, no es ésta su única finalidad,
también aspira a la instrucción, al entretenimiento, al consejo práctico, al progreso
moral y a descubrir el orden natural de la conducta humana; y no es la antropología
la única disciplina que persigue esta finalidad. Pero se trata de una meta a la
que se ajusta peculiarmente bien el concepto semiótico de cultura. Entendida como
sistemas en interacción de signos interpretables (que, ignorando las acepciones provinciales,
yo llamaría símbolos), la cultura no es una entidad, algo a lo que puedan
atribuirse de manera causal acontecimientos sociales, modos de conducta, instituciones
o procesos sociales; la cultura es un contexto dentro del cual pueden describirse
todos esos fenómenos de manera inteligible, es decir, densa.
La famosa identificación antropológica con lo (para nosotros) exótico —jinetes
beréberes, mercachifles judíos, legionarios franceses— es pues esencialmente un
artificio para ocultarnos nuestra falta de capacidad para relacionarnos perceptivamente
con lo que nos resulta misterioso y con los demás. Observar lo corriente en lugares
en que esto asume formas no habituales muestra no, como a menudo se ha pretendido,
la arbitrariedad de la conducta humana (no hay nada especialmente arbitrario en
robar ovejas violentamente en Marruecos), sino la medida en que su significación varía
según el esquema de vida que lo informa. Comprender la cultura de un pueblo supone
captar su carácter normal sin reducir su particularidad. (Cuanto más me esfuerzo
por comprender lo que piensan y sienten los marroquíes, tanto más lógicos y singulares
me parecen.) Dicha comprensión los hace accesibles, los coloca en el marco
de sus propias trivialidades y disipa su opacidad.
Es esta maniobra, a la que suele designarse demasiado superficialmente como
"ver las cosas desde el punto de vista del actor", demasiado librescamente como el enfoque
de la Verstehen o demasiado técnicamente como "análisis émico", la que a menudo
conduce a la idea de que la antropología es una variedad de interpretación mental
a larga distancia o una fantasía sobre las islas de caníbales, maniobra que, para algunos
deseosos de navegar a través de los restos de una docena de filosofías hundidas,
debe por eso ejecutarse con gran cuidado. Nada es más necesario para compren-
der lo que es la interpretación antropológica y hasta qué punto es interpretación que
una comprensión exacta de lo que significa —y de lo que no significa— afirmar que
nuestras formulaciones sobre sistemas simbólicos de otros pueblos deben orientarse
en función del actor.i
Lo cual significa que las descripciones de la cultura de beréberes, judíos o franceses
deben encararse atendiendo a los valores que imaginamos que beréberes, judíos
o franceses asignan a las cosas, atendiendo a las fórmulas que ellos usan para definir
lo que les sucede. Lo que no significa es que tales descripciones sean ellas mismas
beréberes, judías o francesas, es decir, parte de la realidad que están describiendo; son
antropológicas pues son parte de un sistema en desarrollo de análisis científico. Deben
elaborarse atendiendo a las interpretaciones que hacen de su experiencia personas
pertenecientes a un grupo particular, porque son descripciones, según ellas mismas
declaran, de tales interpretaciones; y son antropológicas porque son en verdad antropólogos
quienes las elaboran. Normalmente no es necesario señalar con tanto cuidado
que el objeto de estudio es una cosa y que el estudio de ese objeto es otra. Es claro
que el mundo físico no es la física y que una clave esquemática del Finnegan's
Wake no es el Finnegan's Wake. Pero, como en el estudio de la cultura, el análisis
penetra en el cuerpo mismo del objeto —es decir, comenzamos con nuestras propias
interpretaciones de lo que nuestros informantes son o piensan que son y luego las
sistematizamos—, la línea que separa la cultura (marroquí) como hecho natural y la
cultura (marroquí) como entidad teórica tiende a borrarse; y tanto más si la última es
presentada en la forma de una descripción, desde el punto de vista del actor, de las
concepciones (marroquíes) de todas las cosas, desde la violencia, el honor, la dignidad
y la justicia hasta la tribu, la propiedad, el padrinazgo y la jefatura.
En suma, los escritos antropológicos son ellos mismos interpretaciones y por
añadidura interpretaciones de segundo y tercer orden. (Por definición, sólo un "nativo"
hace interpretaciones de primer orden: se trata de su cultura.)2 De manera que
son ficciones; ficciones en el sentido de que son algo "hecho", algo "formado",
"compuesto" —que es la significación d&fictio—, no necesariamente falsas o inefectivas
o meros experimentos mentales de "como si". Elaborar descripciones orientadas
hacia el punto de vista del actor de los hechos relativos a un caudillo beréber, a
un comerciante judío y a un militar francés en el Marruecos de 1912 constituye claramente
un acto imaginativo, en modo alguno diferente de la elaboración de análogas
descripciones de, digamos, las relaciones que tenían entre sí un médico de provincias
francés, su boba y adúltera esposa y el fútil amante en la Francia del siglo XIX. En
el último caso, los actores están representados como si no hubieran existido y los
hechos como si no hubieran ocurrido, en tanto que en el primer caso los actores están
interpretados como reales y los hechos como ocurridos. Esta es una diferencia de
1 No sólo de otros pueblos; la antropología puede ejercitarse en la cultura de la cual ella
misma forma parte y, en efecto, esto ocurre cada vez en mayor medida, lo cual tiene profunda
importancia, pero como plantea unos cuantos espinosos y especiales problemas de segundo
orden, por el momento dejaré a un lado este hecho.
2 El problema de los órdenes es ciertamente complejo. Los trabajos antropológicos basados
en otros trabajos antropológicos (los de Lévi-Strauss, por ejemplo) pueden ciertamente ser de un
cuarto orden o aún más, y los informantes con frecuencia y hasta habitualmente dan
interpretaciones de segundo orden; es lo que ha llegado a conocerse como "modelos nativos". En
las culturas ilustradas, en las que la interpretación "nativa" puede alcanzar niveles superiores (en
el caso del Magreb basta pensar e un Ibn Jaldún y en el caso de los Estados Unidos en Margaret
Mead) estas cuestiones se hacen verdaderamente intrincadas.
no poca importancia, una diferencia que precisamente Madame Bovary encontraba difícil
de entender. Pero la importancia no reside en el hecho de que la historia de Madame
Bovary fuera una creación literaria en tanto que la de Cohén fuera sólo una anotación.
Las condiciones de su creación y su sentido (para no decir nada de la calidad
literaria) difieren. Pero una historia es tan fictio, "una hechura", como la otra.
Los antropólogos no siempre tuvieron conciencia de este hecho: de que si bien
la cultura existe en aquel puesto comercial, en el fuerte de la montaña o en la correría
para robar ovejas, la antropología existe en el libro, en el artículo, en la conferencia,
en la exposición del museo y hoy en día a veces en la película cinematográfica.
Darse cuenta de esto significa comprender que la línea que separa modo de representación
y contenido sustantivo no puede trazarse en el análisis cultural como no puede
hacérselo en pintura; y ese hecho a su vez parece amenazar la condición objetiva del
conocimiento antropológico al sugerir que la fuente de éste es, no la realidad social,
sino el artificio erudito.
Lo amenaza, pero se trata de una amenaza superficial. El derecho de la relación
etnográfica a que se le preste atención no depende de la habilidad que tenga su autor
para recoger hechos primitivos en remotos lugares y llevarlos a su país, como si fueran
una máscara o una escultura exótica, sino que depende del grado en que ese autor
sea capaz de clarificar lo que ocurre en tales lugares, de reducir el enigma —¿qué clase
de nombres son ésos?— al que naturalmente dan nacimiento hechos no familiares
que surgen en escenarios desconocidos. Esto plantea varios problemas serios de verificación,
o si la palabra "verificación" es demasiado fuerte para una ciencia tan blanda
(yo preferiría decir "evaluación"), el problema de cómo hacer una relación mejor a
partir de otra menos buena. Pero aquí está precisamente la virtud de la etnografía. Si
ésta es descripción densa y los etnógrafos son los que hacen las descripciones, luego
la cuestión fundamental en todo ejemplo dado en la descripción (ya se trate de una
nota aislada de la libreta de campo, o de una monografía de las dimensiones de las de
Malinowski) es la de saber si la descripción distingue los guiños de los tics y los
guiños verdaderos de los guiños fingidos. Debemos medir la validez de nuestras explicaciones,
no atendiendo a un cuerpo de datos no interpretados y a descripciones radicalmente
tenues y superficiales, sino atendiendo al poder de la imaginación científica
para ponernos en contacto con la vida de gentes extrañas. Como dijo Thoreau, no
vale la pena dar la vuelta al mundo para ir a contar los gatos que hay en Zanzíbar.
V
La proposición de que no conviene a nuestro interés pasar por alto en la conducta
humana las propiedades mismas que nos interesan antes de comenzar a examinar
esa conducta, ha elevado a veces sus pretensiones hasta el punto de afirmar: como
lo que nos interesa son sólo esas propiedades no necesitamos atender a la conducta
sino en forma muy sumaria. La cultura se aborda del modo más efectivo, continúa
esta argumentación, entendida como puro sistema simbólico (la frase que nos
atrapa es "en sus propios términos"), aislando sus elementos, especificando las relaciones
internas que guardan entre sí esos elementos y luego caracterizando todo el
sistema de alguna manera general, de conformidad con los símbolos centrales alrededor
de los cuales se organizó la cultura, con las estructuras subyacentes de que ella
es una expresión, o con los principios ideológicos en que ella se funda. Aunque represente
un claro mejoramiento respecto de la noción de cultura como "conducta
aprendida" o como "fenómenos mentales", y aunque sea la fuente de algunas vigorosas
concepciones teóricas en la antropología contemporánea, este enfoque hermético
me parece correr el peligro (y de manera creciente ha caído en él) de cerrar las puertas
del análisis cultural a su objeto propio: la lógica informal de la vida real. No veo
gran beneficio en despojar a un concepto de los defectos del psicologismo para hundirlo
inmediatamente en los del esquematismo.
Hay que atender a la conducta y hacerlo con cierto rigor porque es en el fluir de
la conducta— o, más precisamente, de la acción social— donde las formas culturales
encuentran articulación. La encuentran también, por supuesto, en diversas clases de
artefactos y en diversos estados de conciencia; pero éstos cobran su significación del
papel que desempeñan (Wittgenstein diría de su "uso") en una estructura operante de
vida, y no de las relaciones intrínsecas que puedan guardar entre sí. Lo que crea nuestro
drama pastoral y de lo que trata por lo tanto ese drama es lo que Cohén, el jeque
y el capitán Dumari hacían cuando se embrollaron sus respectivos propósitos: practicar
el comercio, defender el honor, establecer el dominio francés. Cualesquiera que sean
los sistemas simbólicos "en sus propios términos", tenemos acceso empírico a
ellos escrutando los hechos, y no disponiendo entidades abstractas en esquemas unificados.
Otra implicación de esto es la de que la coherencia no puede ser la principal
prueba de validez de una descripción cultural. Los sistemas culturales deben poseer
un mínimo grado de coherencia, pues de otra manera no los llamaríamos sistemas, y
la observación muestra que normalmente tienen bastante coherencia. Sin embargo,
nada hay más coherente que la alucinación de un paranoide o que el cuento de un estafador.
La fuerza de nuestras interpretaciones no puede estribar, como tan a menudo
se acostumbra hacerlo ahora, en la tenacidad con que las interpretaciones se articulan
firmemente o en la seguridad con que se las expone. Creo que nada ha hecho más para
desacreditar el análisis cultural que la construcción de impecables pinturas de orden
formal en cuya verdad nadie puede realmente creer.
Si la interpretación antropológica es realizar una lectura de lo que ocurre, divorciarla
de lo que ocurre —de lo que en un determinado momento o lugar dicen determinados
personas, de lo que éstas hacen, de lo que se les hace a ellas, es decir, de todo
el vasto negocio del mundo— es divorciarla de sus aplicaciones y hacerla vacua. Una
buena interpretación de cualquier cosa —de un poema, de una persona, de una historia,
de un ritual, de una institución, de una sociedad— nos lleva a la médula misma
de lo que es la interpretación. Cuando ésta no lo hace así, sino que nos conduce
a cualquier otra parte —por ejemplo, a admirar la elegancia de su redacción, la agudeza
de su autor o las bellezas del orden euclidiano— dicha interpretación podrá tener
sus encantos, pero nada tiene que ver con la tarea que debía realizar: desentrañar lo
que significa todo ese enredo de las ovejas.
El enredo de las ovejas —su robo, su devolución reparadora, la confiscación
política de ellas— es (o era) esencialmente un discurso social, aun cuando, como lo
indiqué antes, fuera un discurso desarrollado en múltiples lenguas y tanto en actos
como en palabras.
Al reclamar su 'ar, Cohén invocaba al pacto mercantil; al reconocer la reclamación,
el jeque desafiaba a la tribu de los ladrones; al aceptar su culpabilidad la tribu
de los ladrones pagó la indemnización; deseosos de hacer saber con claridad a los jeques
y a los mercaderes por igual quiénes eran los que mandaban allí ahora, los franceses
mostraron su mano imperial. Lo mismo que en todo discurso, el código no determina
la conducta y lo que realmente se dijo no era necesario haberlo dicho. Co-
hen, considerando su ilegítima situación a los ojos del protectorado, podría haber decidido
no reclamar nada. El jeque, por análogas razones, podría haber rechazado la reclamación.
La tribu de los ladrones, que aún se resistía a la autoridad francesa, podría
haber considerado la incursión como algo "real" y podría haber decidido luchar en lugar
de negociar. Los franceses si hubieran sido más hábiles y menos durs (como en
efecto llegaron a ser luego bajo la tutela señorial del mariscal Lyautey) podrían haber
permitido a Cohén que conservara sus ovejas haciéndole una guiñada como para
indicarle que podía continuar en sus actividades comerciales. Y hay además otras posibilidades:
los de Marmusha podrían haber considerado la acción francesa un insulto
demasiado grande,precipitándose en la disidencia; los franceses podrían haber intentado
no tanto humillar a Cohén como someter más firmemente a ellos al propio jeque;
y Cohén podría haber llegado a la conclusión de que, entre aquellos renegados
beréberes y aquellos soldados de estilo Beau Geste, ya no valía la pena ejercer el comercio
en aquellas alturas del Atlas y haberse retirado a los confínes de la ciudad que
estaban mejor gobernados. Y eso fue realmente lo que más o menos ocurrió poco
después cuando el protectorado llegó a ejercer genuina soberanía. Pero lo importante
aquí no es describir lo que ocurría o no ocurría en Marruecos. (Partiendo de este simple
incidente uno puede llegar a enormes complejidades de experiencia social.) Lo
importante es demostrar en qué consiste una pieza de interpretación antropológica:
en trazar la curva de un discurso social y fijarlo en una forma susceptible de ser examinada.
El etnógrafo "inscribe" discursos sociales, los pone por escrito, los redacta. Al
hacerlo, se aparta del hecho pasajero que existe sólo en el momento en que se da y
pasa a una relación de ese hecho que existe en sus inscripciones y que puede volver a
ser consultada. Hace ya mucho tiempo que murió el jeque, muerto en el proceso de
lo que los franceses llamaban "pacificación"; el capitán Dumari, "su pacificador" se
retiró a vivir de sus recuerdos al sur de Francia y Cohén el año pasado se fue a su
"patria" Israel, en parte como refugiado, en parte como peregrino y en parte como patriarca
agonizante. Pero lo que ellos se "dijeron" (en el sentido amplio del término)
unos a otros en una meseta del Atlas hace sesenta años ha quedado conservado —no
perfectamente, por cierto— para su estudio. Paul Ricoeur, de quien tomé toda esta
idea de la inscripción de los actos aunque algún tanto modificada, pregunta: "¿Qué fija
la escritura?"
"No el hecho de hablar, sino lo 'dicho' en el hablar, y entendemos por 'lo dicho'
en el hablar esa exteriorización intencional constitutiva de la finalidad del
discurso gracias a la cual el sagen —el decir— tiende a convertirse en Aussage,
en enunciación, en lo enunciado. En suma, lo que escribimos es el noema
('el pensamiento', el 'contenido', la 'intención') del hablar. Se trata de la significación
del evento de habla, no del hecho como hecho."
Con esto no queda todo "dicho", pues si los filósofos de Oxford recurren a
cuentitos, los fenomenólogos recurren a grandes proposiciones; pero esto de todas
maneras nos lleva a una respuesta más precisa de nuestra pregunta inicial "¿Qué hace
el etnógrafo?": el etnógrafo escribe.* Tampoco éste parece un descubrimiento
3 O, también más exactamente, "inscribe". La mayor parte de la etnografía se encontrará
ciertamente en libros y artículos antes que en películas cinematográficas, registros, museos, etc.;
pero aun en libros y artículos hay por supuesto fotografías, dibujos, diagramas, tablas, etc. En
muy notable, y para algunos familiarizados con la actual "bibliografía" será poco
plausible. Pero, como la respuesta estándar a nuestra pregunta fue "El etnógrafo observa,
registra, analiza —una concepción del asunto por el estilo del Vitú, vidi,
vinci—, dicha respuesta puede tener consecuencias más profundas de lo que parece a
primera vista, y no poco importante entre ellas es la de que distinción de estas tres
fases de conocimiento (observar, registrar, analizar) puede normalmente no ser posible
y que como "operaciones" autónomas pueden no existir en realidad.
La situación es aún más delicada porque, como ya observamos, lo que inscribimos
(o tratamos de inscribir) no es discurso social en bruto, al cual, porque no somos
actores (o lo somos muy marginalmente o muy especialmente) no tenemos acceso
directo, sino que sólo la pequeña parte que nuestros informantes nos refieren.4
Esto no es tan terrible como parece, pues en realidad no todos los cretenses son mentirosos
y porque no es necesario saberlo todo para comprender algo. Pero hace parecer
relativamente imperfecta la concepción del análisis antropológico como manipulación
conceptual de hechos descubiertos, como reconstrucción lógica de una realidad.
Disponer cristales simétricos de significación, purificados de la complejidad material
en que estaban situados, y luego atribuir su existencia a principios autógenos
de orden, a propiedades universales del espíritu humano o a vastas Weltanschaungen
a priori, es aspirar a una ciencia que no existe e imaginar una realidad que no podrá
encontrarse. El análisis cultural es (o debería ser) conjeturar significaciones, estimar
las conjeturas y llegar a conclusiones explicativas partiendo de las mejores conjeturas,
y no el descubrimiento del continente de la significación y el mapeado de su paisaje
incorpóreo.
VI
De manera que la descripción etnográfica presenta tres rasgos característicos:
es interpretativa, lo que interpreta es el flujo del discurso social y la interpretación
consiste en tratar de rescatar "lo dicho" en ese discurso de sus ocasiones perecederas
y fijarlo en términos susceptibles de consulta. El kula ha desaparecido o se ha alterado,
pero para bien o para mal perdura The Argonauts of the Western Pacific. Además,
la descripción etnográfica tiene una cuarta característica, por lo menos tal como
yo la practico: es microscópica.
Esto no quiere decir que no haya interpretaciones antropológicas en gran escala
de sociedades enteras, de civilizaciones, de acontecimientos mundiales, etc. En realidad,
en esa extensión de nuestros análisis a contextos más amplios, lo que, junto
con sus implicaciones teóricas, los recomienda a la atención general y lo que justifica
que los elaboremos. A nadie le importan realmente, ni siquiera a Cohén (bueno...
tal vez a Cohén sí) aquellas ovejas como tales. La historia puede tener sus puntos
antropología ha estado faltando conciencia sobre los modos de representación —para no hablar
de los experimentos con ellos—.
4 En la medida en que la idea de "observación participante" reforzó el impulso del
antropólogo a compenetrarse con sus informantes y considerarlos antes personas que objetos, fue
una idea valiosa. Pero en la medida en que condujo al antropólogo a perder de vista la naturaleza
muy especial de su propio papel y a imaginarse él mismo como algo más que un transeúnte
interesado (en ambos sentidos de la palabra), este concepto fue nuestra fuente más importante de
mala fe.
culminantes y decisivos, "grandes ruidos en una pequeña habitación"; pero aquel pequeño
episodio no era uno de esos momentos.
Quiere decir simplemente que el antropólogo de manera característica aborda
esas interpretaciones más amplias y hace esos análisis más abstractos partiendo de
los conocimientos extraordinariamente abundantes que tiene de cuestiones extremadamente
pequeñas. Enfrenta las mismas grandes realidades políticas que otros —los
historiadores, los economistas, los científicos políticos, los sociólogos— enfrentan
en dimensiones mayores: el Poder, el Cambio, la Fe, la Opresión, el Trabajo, la Pasión,
la Autoridad, la Belleza, la Violencia, el Amor, el Prestigio; sólo que el antropólogo
las encara en contextos lo bastante oscuros —lugares como Marmusha y vidas
como la de Cohén— para quitarles las mayúsculas y escribirlas con minúscula.
Estas constancias demasiado humanas, "esas grandes palabras que nos espantan a todos",
toman una forma sencilla y doméstica en esos contextos domésticos. Pero
aquí está exactamente la ventaja, pues ya hay suficientes profundidades en el mundo.
Sin embargo, el problema de cómo llegar, partiendo de una colección de miniaturas
etnográficas como el incidente de nuestras ovejas —un surtido de observaciones
y anécdotas—, a la descripción de los paisajes culturales de una nación, de una época,
de un continente, o de la civilización no es tan fácil de eludir con vagas alusiones
a las virtudes de lo concreto y de mantener bien firmes los pies en la tierra. Para
una ciencia nacida en tribus indias, en las islas del Pacífico y en las comunidades
africanas y que luego se sintió animada por mayores ambiciones, éste ha llegado a
ser un importante problema metodológico, un problema que por lo general fue mal
manejado. Los modelos que los antropólogos elaboraron para justificar su paso desde
las verdades locales a las visiones generales fueron en verdad los responsables de
socavar toda la empresa antropológica en mayor medida que todo cuanto fueron capaces
de urdir sus críticos: los sociólogos obsesionados con muéstreos, los psicólogos
con medidas o los economistas con agregados.
De estos modelos, los dos principales fueron: el de Jonesville como modelo
"microcósmico" de los Estados Unidos, y el de la isla de Pascua como caso de prueba
y modelo de "experimento natural". O bien los cielos metidos en un grano de arena,
o bien las más remotas costas de la posibilidad.
Decretar que Jonesville es Estados Unidos en pequeño (o que Estados Unidos
es Jonesville en grande) es una falacia tan evidente que aquí lo único que necesita explicación
es cómo la gente ha logrado creer semejante cosa y ha esperado que otros
la creyeran. La idea de que uno puede hallar la esencia de sociedades nacionales, de civilizaciones,
de grandes religiones en las llamadas pequeñas ciudades y aldeas "típicas"
es palpablemente un disparate. Lo que uno encuentra en las pequeñas ciudades y
aldeas es (¡ay!) vida de pequeñas ciudades o aldeas. Si la importancia de los estudios
localizadosy microscópicos dependiera realmente de semejante premisa—dequecaptan
el mundo grande en el pequeño—, dichos estudios carecerían de toda relevancia.
Pero por supuesto no depende de esto. El lugar de estudio no es el objeto de estudio.
Los antropólogos no estudian aldeas (tribus, pueblos, vecindarios...); estudian
en aldeas. Uno puede estudiar diferentes cosas en diferentes lugares, y en localidades
confinadas se pueden estudiar mejor algunas cosas, por ejemplo, lo que el dominio
colonial afecta a marcos establecidos de expectativa moral. Pero esto no significa
que sea el lugar lo que uno estudia. En las más remotas provincias de Marruecos
y de Indonesia me debatí con las mismas cuestiones con que se debatieron otros científicos
sociales en lugares más centrales: la cuestión, por ejemplo, de cómo se explica
que las más importunas pretensiones a la humanidad se formulen con los acentos
del orgullo de grupo; y lo cierto es que llegué aproximadamente a las mismas conclusiones.
Uno puede agregar una dimensión, muy necesaria en el actual clima de
las ciencias sociales, pero eso es todo. Si uno va a ocuparse de la explotación de las
masas tiene cierto valor la experiencia de haber visto a un mediero javanés trabajando
en la tierra bajo un aguacero tropical o a un sastre marroquí cosiendo caftanes a la
luz de una lamparilla de veinte bujías. Pero la idea de que esta experiencia da el conocimiento
de toda la cuestión (y lo eleva a uno a algún terreno ventajoso desde el cual
se puede mirar hacia abajo a quienes están éticamente menos privilegiados) es una
idea que sólo se le pude ocurrir a alguien que ha permanecido demasiado tiempo viviendo
entre las malezas.
El concepto de "laboratorio natural" ha sido igualmente pernicioso, no sólo
porque la analogía es falsa —¿qué clase de laboratorio es ése en el que no se puede
manipular ninguno de los parámetros?—, sino porque conduce a la creencia de que
los datos procedentes de los estudios.etnográficos son más puros o más importantes
o más sólidos o menos condicionados (la palabra preferida es "elementales") que los
datos derivados de otras clases de indagación social. La gran variación natural de las
formas culturales es, desde luego el gran (y frustrante) recurso de la antropología, pero
también es el terreno de su más profundo dilema teórico: ¿cómo puede concillarse
semejante variación con la unidad biológica del género humano? Pero no se trata, ni
siquiera metafóricamente, de una variación experimental porque el contexto en que
se da varía junto con ella, de manera que no es posible (aunque hay quienes lo intentan)
aislar la y de la x y asignarles una función propia.
Los famosos estudios que pretenden mostrar que el complejo de Edipo era al revés
entre los naturales de las islas Trobriand, que los roles sexuales estaban invertidos
entre los chambuli y que los indios pueblo carecían de agresión (todos ellos eran
eran característicamente negativos, "pero no en el sur") no son, cualquiera que sea su
validez empírica, hipótesis "científicamente demostradas y aprobadas". Son interpretaciones
o malas interpretaciones a las cuales se llegó, como en otras interpretaciones
de la misma manera y que son tan poco concluyentes como otras interpretaciones,
de suerte que el intento de asignarles la autoridad de experimentación física no
es sino un malabarismo metodológico. Los hallazgos etnográficos no son privilegiados,
son sólo particulares. Considerarlos algo más (p algo menos) los deforma y deforma
sus implicaciones, que para la teoría social son mucho más profundas que la
mera primitividad.
Otra particularidad es ésta: la razón de que prolijas descripciones de remotas incursiones
para robar ovejas (y un etnógrafo realmente bueno hasta llegaría a determinar
qué clase de ovejas eran) tengan importancia general es la de que dichas descripciones
presentan al espíritu sociológico material concreto con que alimentarse. Lo
importante de las conclusiones del antropólogo es su complejo carácter específico y
circunstanciado. Esta clase de material producido en largos plazos y en estudios principalmente
(aunque no exclusivamente) cualitativos, con amplia participación del estudioso
y realizados en contextos confinados y con criterios casi obsesivamente microscópicos,
es lo que puede dar a los megaconceptos con los que se debaten las ciencias
sociales contemporáneas —legitimidad, modernización, integración, conflicto,
carisma, estructura, significación— esa clase de actualidad sensata que hace posible
concebirlos no sólo de manera realista y concreta sino, lo que es más importante,
pensar creativa e imaginativamente con ellos.
El problema metodológico que presenta la naturaleza microscópica de la etnografía
es real y de peso. Pero no es un problema que pueda resolverse mirando una re-
mota localidad como si fuera el mundo metido en una taza de té o el equivalente sociológico
de una cámara de niebla. Ha de resolverse —o en todo caso se lo mantendrá
decentemente a raya— comprendiendo que las acciones sociales son comentarios
sobre algo más que ellas mismas, y que la procedencia de una interpretación no determina
hacia dónde va a ser luego impulsada. Pequeños hechos hablan de grandes cuestiones,
guiños hablan de epistemología o correrías contra ovejas hablan de revolución,
porque están hechos para hacerlo así.
vn
Y esto nos lleva por fin a considerar la teoría. El vicio dominante de los enfoques
interpretativos de cualquier cosa —literatura, sueños, síntomas, cultura— consiste
en que tales enfoques tienden a resistir (o se les permite resistir) la articulación
conceptual y a escapar así a los modos sistemáticos de evaluación. Uno capta una interpretación
o no la capta, comprende su argumento o no lo comprende, lo acepta o
no lo acepta. Aprisionada en lo inmediato de los propios detalles, la interpretación
es presentada como válida en sí misma o, lo que es peor, como validada por la supuestamente
desarrollada sensibilidad de la persona que la presenta; todo intento de
formular la interpretación en términos que no sean los suyos propios es considerado
una parodia o, para decirlo con la expresión más severa que usan los antropólogos
para designar el abuso moral, como un intento etnocéntrico.
En el caso de este campo de estudio, que tímidamente (aunque yo mismo no
soy tímido al respecto) pretende afirmarse como una ciencia, no cabe semejante actitud.
No hay razón alguna para que la estructura conceptual de una interpretación sea
menos formidable y por lo tanto menos susceptible de sujetarse a cánones explícitos
de validación que la de una observación biológica o la de un experimento físico,
salvo la razón de que los términos en que puedan hacerse esas formulaciones, si no
faltan por completo, son casi inexistentes. Nos vemos reducidos a insinuar teorías
porque carecemos de los medios para enunciarlas.
Al mismo tiempo, hay que admitir que existe una serie de características de la
interpretación cultural que hacen el desarrollo teórico mucho más difícil de lo que
suele ser en otras disciplinas. La primera característica es la necesidad de que la teoría
permanezca más cerca del terreno estudiado de lo que permanece en el caso de ciencias
más capaces de entregarse a la abstracción imaginativa. En antropología, sólo
breves vuelos de raciocinio suelen ser efectivos; vuelos más prolongados van a parar
a sueños lógicos y a confusiones académicas con simetría formal. Como ya dije, todo
el quid de un enfoque semiótico de la cultura es ayudarnos a lograr acceso al mundo
conceptual en el cual viven nuestros sujetos, de suerte que podamos, en el sentido
amplio del término, conversar con ellos. La tensión entre la presión de esta necesidad
de penetrar en un universo no familiar de acción simbólica y las exigencias de
progreso técnico en la teoría de la cultura, entre la necesidad de aprehender y la necesidad
de analizar es, en consecuencia, muy grande y esencialmente inevitable. En realidad,
cuanto más se desarrolla la teoría más profunda se hace la tensión. Esta es la
primera condición de la teoría cultural: no es dueña de sí misma. Como es inseparable
de los hechos inmediatos que presenta la descripción densa, la libertad de la teoría
para forjarse de conformidad con su lógica interna es bastante limitada. Las generalidades
a las que logra llegar se deben a la delicadeza de sus distinciones, no a la
fuerza de sus abstracciones.
Y de esto se sigue una peculiaridad en la manera (una simple cuestión de he-
cho empírico) en que crece nuestro conocimiento de la cultura... de las culturas... de
una cultura...: crece a chorros, a saltos. En lugar de seguir una curva ascendente de
comprobaciones acumulativas, el análisis cultural se desarrolla según una secuencia
discontinua pero coherente de despegues cada vez más audaces. Los estudios se realizan
sobre otros estudios, pero no en el sentido de que reanudan una cuestión en el
punto en el que otros la dejaron, sino en el sentido de que, con mejor información y
conceptualización, los nuevos estudios se sumergen más profundamente en las mismas
cuestiones. Todo análisis cultural serio parte de un nuevo comienzo y termina
en el punto al que logra llegar antes de que se le agote su impulso intelectual Se movilizan
hechos anteriormente descubiertos, se usan conceptos anteriormente desarrollados,
se someten a prueba hipótesis anteriormente formuladas; pero el movimiento
no va desde teoremas ya demostrados a teoremas demostrados más recientemente, sino
que va desde la desmañada vacilación en cuanto a la comprensión más elemental,
a una pretensión fundamentada de que uno ha superado esa primera posición. Un estudio
antropológico representa un progreso sí es más incisivo que aquellos que lo
precedieron; pero el nuevo estudio no se apoya masivamente sobre los anteriores a
los que desafía, sino que se mueve paralelamente a ellos.
Es esta razón, entre otras, la que hace del ensayo, ya de treinta páginas ya de
trescientas páginas, el género natural para presentar interpretaciones culturales y las
teorías en que ellas se apoyan, y ésta es también la razón por la cual, si uno busca
tratados sistemáticos en este campos se ve rápidamente decepcionado, y tanto más si
llega a encontrar alguno. Aquí son raros hasta los artículos de inventario y en todo
caso éstos sólo tienen un interés bibliográfico. Las grandes contribuciones teóricas
están no sólo en estudios específicos —y esto es cierto en casi todos los campos de
estudio— sino que son difíciles de separar de tales estudios para integrarlas en algo
que pudiera llamarse "teoría de la cultura" como tal. Las formulaciones teóricas se
ciernen muy bajo sobre las interpretaciones que rigen, de manera que separadas de éstas
no tienen mucho sentido ni gran interés. Y esto es así no porque no sean generales
(si no fueran generales no serían teóricas), sino porque enunciadas independientemente
de sus aplicaciones, parecen vacías o perogrulladas. Puede uno (y en verdad es
ésta la manera en que nuestro campo progresa conceptualmente) adoptar una línea de
ataque teórico desarrollada en el ejercicio de una interpretación etnográfica y emplearla
en otra, procurando lograr mayor precisión y amplitud; pero uno no puede escribir
una Teoría General de la Interpretación Cultural. Es decir, uno puede hacerlo, sólo
que no se ve gran ventaja en ello porque la tarea esencial en la elaboración de una teoría
es, no codificar regularidades abstractas, sino hacer posible la descripción densa,
no generalizar a través de casos particulares sino generalizar dentro de éstos.
Generalizar dentro de casos particulares se llama generalmente, por lo menos
en medicina y en psicología profunda, inferencia clínica. En lugar de comenzar con
una serie de observaciones e intentar incluirlas bajo el dominio de una ley, esa inferencia
comienza con una serie de significantes (presuntivos) e intenta situarlos dentro
de un marco inteligible. Las mediciones se emparejan con predicciones teóricas,
pero los síntomas (aun cuando sean objeto de medición) se examinan en pos de sus
peculiaridades teóricas, es decir, se diagnostican. En el estudio de la cultura los significantes
no son síntomas o haces de síntomas, sino que son actos simbólicos o haces
de actos simbólicos, y aquí la meta es, no la terapia, sino el análisis del discurso
social. Pero la manera en que se usa la teoría —indagar el valor y sentido de las cosas
— es el mismo.
Así llegamos a la segunda condición de la teoría cultural: por lo menos en el
sentido estricto del término, esta teoría no es predictiva. Quien pronuncia un diagnóstico
no predice el sarampión; simplemente manifiesta que alguien tiene sarampión
o que a lo sumo anticipa que es probable que a breve plazo alguien lo adquiera.
Pero esta limitación, que es bien real, ha sido en general mal interpretada y además
exagerada porque se la tomó como que significaba que la interpretación cultural es
meramente postfacto; que, lo mismo que el campesino del viejo cuento, primero hacemos
los agujeros en la cerca y luego alrededor de ellos pintamos el blanco de tiro.
No se puede negar que hay algo cierto en esto y que a veces se manifiesta en lugares
prominentes. Pero debemos negar que éste sea el resultado inevitable de un enfoque
clínico del empleo de la teoría.
Verdad es que en el estilo clínico de la formulación teórica, la conceptualización
se endereza a la tarea de generar interpretaciones de hechos que ya están a mano,
no a proyectar resultados de manipulaciones experimentales o a deducir estados futuros
de un determinado sistema. Pero eso no significa que la teoría tenga que ajustarse
a solamente a realidades pasadas (o, para decirlo con más precisión, que tenga que
generar interpretaciones persuasivas de realidades pasadas); también debe contemplar
—intelectualmente— realidades futuras. Si bien formulamos nuestra interpretación
de un conjunto de guiños o de una correría de ovejas después de ocurridos los hechos,
a veces muy posteriormente, el marco teórico dentro del cual se hacen dichas
interpretaciones debe ser capaz de continuar dando interpretaciones defendibles a medida
que aparecen a la vista nuevos fenómenos sociales. Si bien uno comienza toda
descripción densa (más allá de lo obvio y superficial) partiendo de un estado de general
desconcierto sobre los fenómenos observados y tratando de orientarse uno mismo,
no se inicia el trabajo (o no se debería iniciar) con las manos intelectualmente
vacías. En cada estudio no se crean de nuevo enteramente las ideas teóricas; como ya
dije, las ideas se adoptan de otros estudios afines y, refinadas en el proceso, se las
aplica a nuevos problemas de interpretación. Si dichas ideas dejan de ser útiles ante
tales problemas, cesan de ser empleadas y quedan más o menos abandonadas. Si continúan
siendo útiles y arrojando nueva luz, se las continúa elaborando y se continúa
usándolas.5
Semejante concepción de la manera en que funciona la teoría en una ciencia interpretativa
sugiere que la distinción (en todo caso relativa) que se da en la ciencias
experimentales o de observación entre "descripción" y "explicación", se da en nuestro
caso como una distinción aún más relativa entre "inscripción" ("descripción densa")
y "especificación" ("diagnóstico"), entre establecer la significación que determinadas
acciones sociales tienen para sus actores y enunciar, lo más explícitamente
que podamos, lo que el conocimiento así alcanzado muestra sobre la sociedad al que
se refiere y, más allá de ella, sobre la vida social como tal. Nuestra doble tarea consiste
en descubrir las estructuras conceptuales que informan los actos de nuestros su-
5 Hay que admitir que esto tiene algo de idealización. Porque las teorías rara vez son
decididamente descartadas en el uso médico, sino que se hacen cada vez más improductivas,
gastadas, inútiles o vacuas y suelen persistir mucho después de que un puñado de personas (aunque
éstas son frecuentemente muy apasionadas) pierda todo interés por tales teorías. Ciertamente en
el caso de la antropología, más difícil resulta el problema de eliminar de la bibliografía ideas
agotadas que obtener ideas productivas, y se dan discusiones teóricas en mayor medida de lo que
uno preferiría, discusiones que son más críticas que constructivas; carreras completas se han
dedicado a apresurar la defunción de nociones moribundas. A medida que progresa nuestro campo
cabría esperar que este control de la mala hierba intelectual llegue a ser una parte menos
prominente en nuestras actividades. Pero, por el momento, la verdad es que las viejas teorías
tienden menos a morir que a ser reeditadas.
jetos, lo "dicho" del discurso social, y en construir un sistema de análisis en cuyos
términos aquello que es genérico de esas estructuras, aquello que pertenece a ellas
porque son lo que son, se destaque y permanezca frente a los otros factores determinantes
de la conducta humana. En etnografía, la función de la teoría es suministrar
un vocabulario en el cual pueda expresarse lo que la accción simbólica tiene que decir
sobre sí misma, es decir, sobre el papel de la cultura en la vida humana.
Aparte de un par de artículos de orientación que versan sobre cuestiones más
fundamentales, es de esta manera cómo opera la teoría en los ensayos reunidos aquí.
Un conjunto de conceptos y de sistemas de conceptos muy generales y académicos
—"integración", "racionalización", "símbolo", "ideología", "ethos", "revolución",
"identidad", "metáfora", "estructura", "rito", "cosmovisión", "actor", "función", "sagrado"
y desde luego la "cultura" misma— está entretejido en el cuerpo etnográfígo
de descripción densa con la esperanza de hacer científicamente elocuentes meras ocurrencias
aisladas.6 La meta es llegar a grandes conclusiones partiendo de hechos pequeños
pero de contextura muy densa, prestar apoyo a enunciaciones generales sobre
el papel de la cultura en la construcción de la vida colectiva relacionándolas exactamente
con hechos específicos y complejos.
De manera que no es solamente interpretación lo que se desarrolla en el nivel
más inmediato de la observación; también se desarrolla la teoría de que depende conceptualmente
la interpretación.
Mi interés por el cuento de Cohén, lo mismo que el interés de Ryle por los
guiños, nació de algunas ideas muy generales. El modelo de "la confusión de lenguas"
(la concepción según la cual el conflicto social no es algo que se dé cuando,
por debilidad, falta de definición o descuido, las formas culturales dejan de obrar, sino
más bien algo que se da cuando, lo mismo que los guiños burlescos, esas formas
están presionadas por situaciones o intenciones no habituales para obrar de maneras
no habituales) no es una idea que extraje del cuento de Cohén. Se la debo a colegas,
estudiantes y predecesores.
Nuestra en apariencia inocente "nota metida en una botella" es algo más que
una pintura de los marcos de significación dentro de los cuales actúan mercaderes judíos,
guerreros beréberes y procónsules franceses, y hasta algo más que una pintura
de sus recíprocas interferencias. Es un argumento en favor de la idea de que reelaborar
el esquema de relaciones sociales es reacomodar las coordenadas del mundo experimentado.
Las formas de la sociedad son la sustancia de la cultura.
vni
Existe un cuento de la India —por lo menos lo oí como un cuento indio— sobre
un inglés que (habiéndosele dicho que el mundo descansaba sobre una plataforma,
la cual se apoyaba sobre el lomo de un elefante el cual a su vez se sostenía sobre
el lomo de una tortuga) preguntó (quizá fuera un etnógrafo, pues ésa es la manera
en que se comportan): ¿y en qué se apoya la tortuga? Le respondieron que en otra
tortuga. ¿Y esa otra tortuga? "Ah, sahib, después de ésa son todas tortugas."
6 El grueso de los siguientes capítulos se refiere más a Indonesia que a Marruecos, pues sólo
ahora comienzo a encarar las dificultades de mis materiales relativos al norte de África que en su
mayor parte fueron reunidos recientemente. El trabajo sobre el campo realizado en Indonesia se
desarrolló en 1952-54, 1957-1958 y en 1971; en Marruecos en 1964, 1965-1966, 1968-1969 y
1972.
Y ésa es verdaderamente la condición de las cosas. No sé durante cuánto tiempo
sería provechoso meditar en el encuentro de Cohén, el jeque y Dumari (el tiempo
de hacerlo quizá se haya pasado); pero sé que por mucho que continúe meditando en
ese encuentro no me acercaré al fondo del asunto. Tampoco me he acercado más al
fondo de cualquier otra cosa sobre la cual haya escrito en estos ensayos que siguen o
en otros lugares. El análisis cultural es intrínsecamente incompleto. Y, lo que es peor,
cuanto más profundamente se lo realiza menos completo es. Es ésta una extraña
ciencia cuyas afirmaciones más convincentes son las que descansan sobre bases más
trémulas, de suerte que estudiar la materia que se tiene entre manos es intensificar
las sospechas (tanto de uno mismo como de los demás) de que uno no está encarando
bien las cosas. Pero esta circunstancia es lo que significa ser un etnógrafo, aparte
de importunar a personas sutiles con preguntas obtusas.
Uno puede escapar a esta situación de varias maneras: convirtiendo la cultura
en folklore y colectándolo, convirtiéndola en rasgos y contándolos, convirtiéndola
en instituciones y clasificándolas, o reduciéndola a estructuras y jugando con ellas.
Pero éstas son escapatorias. Lo cierto es que abrazar un concepto semiótico de cultura
y un enfoque interpretativo de su estudio significa abrazar una concepción de las
enunciaciones etnográficas, para decirlo con una frase ahora famosa de W. B. Gallie,
"esencialmente discutible". La antropología, o por lo menos la antropología interpretativa,
es una ciencia cuyo progreso se caracteriza menos por un perfeccionamiento
del consenso que por el refinamiento del debate. Lo que en ella sale mejor es la precisión
con que nos vejamos unos a otros.
Esto es muy difícil de ver cuando nuestra atención está monopolizada por una
sola parte de la argumentación. Aquí los monólogos tienen escaso valor porque no
hay conclusiones sobre las cuales informar; lo que se desarrolla es meramente una
discusión. En la medida en que los ensayos aquí reunidos tengan alguna importancia,
ésta estriba menos en lo que dicen que en aquello que atestiguan: un enorme aumento
de interés, no sólo por la antropología, sino por los estudios sociales en general
y por el papel de las formas simbólicas en la vida humana. La significación, esa
evasiva y mal definida seudo-entidad que antes muy contentos abandonábamos a los
filósofos y a los críticos literarios para que frangollaran con ella, ha retornado ahora
al centro de nuestra disciplina. Hasta los marxistas citan a Cassirer; hasta los positivistas
citan a Kenneth Burke.
Mi propia posición en el medio de todo esto fue siempre tratar de resistirme al
subjetivismo, por un lado, y al cabalismo mágico, por otro; tratar de mantener el
análisis de las formas simbólicas lo más estrechamente ligado a los hechos sociales
concretos, al mundo público de la vida común y tratar de organizar el análisis de manera
tal que las conexiones entre formulaciones teóricas e interpretaciones no quedaran
oscurecidas con apelaciones a ciencias oscuras. Nunca me impresionó el argumento
de que como la objetividad completa es imposible en estas materias (como en
efecto lo es) uno podría dar rienda suelta a sus sentimientos. Pero esto es, como observó
Robert Solow, lo mismo que decir que, como es imposible un ambiente perfectamente
aséptico, bien podrían practicarse operaciones quirúrgicas en una cloaca.
Por otro lado, tampoco me han impresionado las pretensiones de la lingüística estructural,
de la ingeniería computacional o de alguna otra forma avanzada de pensamiento
que pretenda hacernos comprender a los hombres sin conocerlos. Nada podrá
desacreditar más rápidamente un enfoque semiótico de la cultura que permitirle que
se desplace hacia una combinación de intuicionismo y de alquimia, por elegantemente
que se expresen las intuiciones o por moderna que se haga aparecer la alquimia.
Siempre está el peligro de que el análisis cultural, en busca de las tortugas que
se encuentran más profundamente situadas, pierda contacto con las duras superficies
de la vida, con las realidades políticas y económicas dentro de las cuales los hombres
están contenidos siempre, y pierda contacto con las necesidades biológicas y físicas
en que se basan esas duras superficies. La única defensa contra este peligro y contta
el peligro de convertir así el análisis cultural en una especie de esteticismo sociológico,
es realizar el análisis de esas realidades y esas necesidades en primer término. Y
así llegué a escribir sobre el nacionalismo, sobre la violencia, sobre la identidad, sobre
la naturaleza humana, sobre la legitimidad, sobre la revolución, sobre lo étnico,
sobre la urbanización, sobre el status social, sobre la muerte, sobre el tiempo y ante
todo sobre determinados intentos de determinadas personas para situar estas cosas
dentro de un marco comprensible, significativo.
Considerar las dimensiones simbólicas de la acción social —arte, religión, ideología,
ciencia, ley, moral, sentido común— no es apartarse de los problemas existenciales
de la vida para ir a parar a algún ámbito empírico de formas desprovistas de
emoción; por el contrario es sumergirse en medio de tales problemas. La vocación
esencial de la antropología interpretativa no es dar respuestas a nuestras preguntas
más profundas, sino darnos acceso a respuestas dadas por otros, que guardaban otras
ovejas en otros valles, y así permitirnos incluirlas en el registro consultable de lo
que ha dicho el hombre.

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